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jueves, septiembre 16, 2004

El Rey de los Caprichos 

Todo es por amor (It´s all about love, 2003). Dirigida por Thomas Vinterberg. Con Joaquin Phoenix, Claire Danes, Sean Penn y Douglas Henshall.
ESTRENO
Puntaje: 8

La celebración era un capricho formal y tanto público como crítica la aplaudieron de pie. Todo es por amor es un capricho narrativo y es unánimemente rechazada. Curioso fenómeno el de Thomas Vinterberg, el Rey de los Caprichos.
Partamos de la base que La Celebración fue una película inmensamente sobrevalorada. No sólo en la Argentina, donde fue la gran sorpresa del año 1999, sino en todo el mundo. Subida en la ola del infame Dogma - el mayor capricho de los niños Vinterberg y von Trier -, la película atrajo a las masas gracias a la curiosidad frente a una horrible imagen digital, ineptas e inestables posiciones de cámara y sonido e iluminación forzadamente amateurs. Una enorme mentira, el Dogma, desterrada prontamente por sus creadores, quienes lo abandonaron en sus siguientes proyectos. Divertidos por su inmensa boutade, siguieron adelante.
Vinterberg se embarcó entonces en este proyecto y el resultado es, sin dudas, asombroso. El danés parece haber entendido, quizás como ninguno de sus contemporáneos, la arbitrariedad que sustenta a la maquinaria hollywoodense. Y, operación inteligente y novedosa, la pone en evidencia a través de un relato autoconscientemente arbitrario. Quizás sólo Lynch había alcanzado un pico similar, pero acordemos que el gran David lejos está de Hollywood, como un exilado en su propia tierra.
Muertes inexplicables, cambios meteorológicos, ugandeses que vuelan, miedo a volar trocado por imposibilidad de bajarse de un avión… la película es una sucesión continua de arbitrariedades y allí está su fabuloso encanto. Si es una película importante no lo es tanto como entretenimiento o como alegoría - por favor, evitemos pasar vergüenza con lecturas alegóricas sobre los Estados Unidos y demás - sino como arma de combate: un modo de enfrentar cara a cara con los yuppies del guión, como los llama Nanni Moretti; de luchar contra las estructuras rígidas del cine actual y contra las convenciones de guión que nos han lavado el cerebro. No todo tiene que ser explicado, la belleza no está siempre en las razones.
Claro que, oculto en ese velo de incoherencia, el director da un paso más. Porque la película es visualmente perfecta, tenue, opaca, luminosa de una manera particualrmente apagada. Hay una construcción sutil en cada movimiento de cámara, un coqueteo entre el mostrar y no mostrar; y allí sí que es claro y cristalino Vinteberg. Allí se evidencia que entendió que el cine no se trata de contar historias sino de desarrollar procedimientos. No extraña que esté aquí el por qué de tanto rechazo masivo, de tanta unanimidad negativa frente a Todo es por amor: quizás no estamos preparados para un cine que exceda a la mera narración, quizás nos lavaron el cerebro con demasiado esmero como para que aceptemos romper los códigos invisibles del mercado. Tal vez, y sólo tal vez, es hora de volver a los orígenes del cine para empezar a pensar un cine futuro mejor, más fresco y menos atado a contar cuentos de las buenas noches.
Guido Segal

sábado, septiembre 11, 2004

El último susurro de la noche 

La aldea (The Village, 2004). Dirigida por Manoj Night Shyamalan. Con Bryce Dallas Howard, Joaquin Phoenix, Adrien Brody, William Hurt, Sigourney Weaver.
ESTRENO (ponele)
Puntaje: 6

El cine norteamericano es, tal vez, el cine más sujeto a cuestiones religiosas del mundo. Su intenso sentido de la moral no se reduce simplemente a una priorización del bien social por sobre el deseo individual, sino que se somete a una concepción judeocristiana. El principal responsable de este fenómeno es David Wark Griffith, quien sentó las bases que jamás habrían de quebrarse y que dan forma, origen y razón de ser al Hollywood que conocemos. Griffith, padre y tutor del cine de estudios -que surgió en California pero pronto perdió sus límites geográficos para colonizar el mundo entero- construyó un modelo narrativo inspirado en la literatura de Charles Dickens, donde la moral victoriana se colaba por todos los huecos. Nace así no sólo un cine estrictamente narrativo, apoyado en ciertos mecanismos que sostienen el interés y la tensión durante el transcurso de la función, sino que se impone esa norma tácita que obliga a proteger las buenas costumbres, a defender, aún a base de hipocresía, los valores universales y los derechos del hombre. Y se determina, inquebrantablemente, la necesidad de penalizar a los malvados o ajenos al sistema.
Un ejercicio interesante puede ser comparar al viejo Griffith, al intermedio Hitchcock y al joven Manoj Shyamalan. Tenemos entre manos a tres cineastas que resaltan por sobre la media, que en mayor o menor medida ocupan su lugar en la historia del cine y que, además, instauraron tendencias que marcaron su época. Son, por otra parte, cineastas plenamente cristianos y, si calamos más hondo, cineastas protestantes. Allí podemos reconocer indefectiblemente un sentido de la moral exacerbado, desmedido, casi anacrónico en cualquiera de los tres casos. Claro que las carreras de Griffith y Hitch están ya cerradas, pero la breve y consistente filmografía de Shyamalan -cuya primera película se llama Rezando con odio y su segunda, Wide awake, narra cómo un pequeño alumno pupilo busca a Dios- sigue produciendo eslabones de un mismo y férreo sistema de pensamiento.
Si en algún modo Shyamalan es un autor, en el sentido de tópicos persistentes o en la claridad con la que se distinguen sus películas en cada plano que las compone, se evidencia en su cine un apego no sólo a la misma estructura narrativa sino también a contar la misma historia. Porque Night, igual que los anteriores mencionados y tal vez en parte gracias a ellos, cuenta siempre la misma historia. Y no extraña tampoco que, fiel a su religiosidad mística, filme como dentro de una Iglesia, donde no está permitido hablar; en efecto, el director indio filma como susurrando y es absolutamente adepto a una fotografía seca y despojada, basada en el uso de colores desaturados y de una paleta lanzada hacia los grises. La construcción del mito del héroe, la idea de comunidad idílica aislada del mundo y destruida por una fuerza exterior, la defensa de la familia como núcleo de formación, la entronización de un amor puro y asexuado… Shyamalan siempre está enviando un mismo mensaje evangelizador decorado con relatos fantásticos. Tanto el ascético uso del color como la apelación constante al vacío sonoro dan fuerza a sus proyectos. Y no está de más decir que La aldea sea tal vez la más extrema corporización de los preceptos básicos que Manoj defiende.
Hay en la película diálogos insoportablemente melosos y situaciones impostadas que rozan el kitsch total. El personaje de Brody es grueso y hasta ofensivo. Sin embargo, la intención no es criticar al gran Manoj, que, después de todo, es un tremendo director, un genio. El problema es que, un poco a la manera de Spielberg en sus comienzos, comenzó a creerse su propia genialidad y forzó sus propios límites. Podría pensarse el enrolamiento de Shyamalan (y de Spielberg incluso) en las filas de otro católico moralizador y figura clave en la historia del cine norteamericano, Walt Disney. Cierta búsqueda no sólo de entretener sino también de enseñar y cierta progresiva protección de los menores ante hechos impactantes han restado interés al cine de Night. Para decirlo crudamente, lo han hecho más ñoño. Si se quiere, más naif, emperrado en dar sustitos a la vieja usanza en tiempos donde los grandes sustos están aquí afuera y cerca nuestro. Quizás se esconda allí, en el fondo, su mayor virtud: a pesar de sus traspiés, Shyamalan es un tipo noble.
Guido Segal
La aldea (The Village, 2004). Dirigida por Manoj Night Shyamalan. Con Bryce Dallas Howard, Joaquin Phoenix, Adrien Brody, William Hurt, Sigourney Weaver.
ESTRENO (ponele)
Puntaje: 6

El cine norteamericano es, tal vez, el cine más sujeto a cuestiones religiosas del mundo. Su intenso sentido de la moral no se reduce simplemente a una priorización del bien social por sobre el deseo individual, sino que se somete a una concepción judeocristiana. El principal responsable de este fenómeno es David Wark Griffith, quien sentó las bases que jamás habrían de quebrarse y que dan forma, origen y razón de ser al Hollywood que conocemos. Griffith, padre y tutor del cine de estudios -que surgió en California pero pronto perdió sus límites geográficos para colonizar el mundo entero- construyó un modelo narrativo inspirado en la literatura de Charles Dickens, donde la moral victoriana se colaba por todos los huecos. Nace así no sólo un cine estrictamente narrativo, apoyado en ciertos mecanismos que sostienen el interés y la tensión durante el transcurso de la función, sino que se impone esa norma tácita que obliga a proteger las buenas costumbres, a defender, aún a base de hipocresía, los valores universales y los derechos del hombre. Y se determina, inquebrantablemente, la necesidad de penalizar a los malvados o ajenos al sistema.
Un ejercicio interesante puede ser comparar al viejo Griffith, al intermedio Hitchcock y al joven Manoj Shyamalan. Tenemos entre manos a tres cineastas que resaltan por sobre la media, que en mayor o menor medida ocupan su lugar en la historia del cine y que, además, instauraron tendencias que marcaron su época. Son, por otra parte, cineastas plenamente cristianos y, si calamos más hondo, cineastas protestantes. Allí podemos reconocer indefectiblemente un sentido de la moral exacerbado, desmedido, casi anacrónico en cualquiera de los tres casos. Claro que las carreras de Griffith y Hitch están ya cerradas, pero la breve y consistente filmografía de Shyamalan -cuya primera película se llama Rezando con odio y su segunda, Wide awake, narra cómo un pequeño alumno pupilo busca a Dios- sigue produciendo eslabones de un mismo y férreo sistema de pensamiento.
Si en algún modo Shyamalan es un autor, en el sentido de tópicos persistentes o en la claridad con la que se distinguen sus películas en cada plano que las compone, se evidencia en su cine un apego no sólo a la misma estructura narrativa sino también a contar la misma historia. Porque Night, igual que los anteriores mencionados y tal vez en parte gracias a ellos, cuenta siempre la misma historia. Y no extraña tampoco que, fiel a su religiosidad mística, filme como dentro de una Iglesia, donde no está permitido hablar; en efecto, el director indio filma como susurrando y es absolutamente adepto a una fotografía seca y despojada, basada en el uso de colores desaturados y de una paleta lanzada hacia los grises. La construcción del mito del héroe, la idea de comunidad idílica aislada del mundo y destruida por una fuerza exterior, la defensa de la familia como núcleo de formación, la entronización de un amor puro y asexuado… Shyamalan siempre está enviando un mismo mensaje evangelizador decorado con relatos fantásticos. Tanto el ascético uso del color como la apelación constante al vacío sonoro dan fuerza a sus proyectos. Y no está de más decir que La aldea sea tal vez la más extrema corporización de los preceptos básicos que Manoj defiende.
Hay en la película diálogos insoportablemente melosos y situaciones impostadas que rozan el kitsch total. El personaje de Brody es grueso y hasta ofensivo. Sin embargo, la intención no es criticar al gran Manoj, que, después de todo, es un tremendo director, un genio. El problema es que, un poco a la manera de Spielberg en sus comienzos, comenzó a creerse su propia genialidad y forzó sus propios límites. Podría pensarse el enrolamiento de Shyamalan (y de Spielberg incluso) en las filas de otro católico moralizador y figura clave en la historia del cine norteamericano, Walt Disney. Cierta búsqueda no sólo de entretener sino también de enseñar y cierta progresiva protección de los menores ante hechos impactantes han restado interés al cine de Night. Para decirlo crudamente, lo han hecho más ñoño. Si se quiere, más naif, emperrado en dar sustitos a la vieja usanza en tiempos donde los grandes sustos están aquí afuera y cerca nuestro. Quizás se esconda allí, en el fondo, su mayor virtud: a pesar de sus traspiés, Shyamalan es un tipo noble.
Guido Segal

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